La mecha que incendio el brutal genocidio que asoló Ruanda en 1994, fue derivado el avión en el que viajaba el presidente, Juvenal Mavyarima.
Tras el atentado arrancó la lucha genocidia de los HUTOS sobre los TUTSIS. Se desató un horror.
La milicia ruandesa estaba compuesta por 30.000 hombres, estaban organizados a lo largo del país con representantes en cada vecindario.
Algunos miembros de la milicia podían adquirir rifles de asalto AK-47 con sólo rellenar un formulario.
Todo esto se financió, por lo menos en parte, con el dinero sacado de programas de ayuda internacionales, como la financiación proporcionada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Los datos de la tragedia que vino después son de sobra conocidos: más de 800.000 muertos; 100.000 niños huérfanos; más de 2 millones de refugiados, miles de personas civiles en su mayor parte, que participaron directamente en las atrocidades; destrucción de la base económica del país.
Las Naciones Unidas, absolutamente desbordadas por la situación, no hicieron nada para impedir el genocidio, incluso negaron su existencia, y en varias ocasiones tanto el Secretario General de aquella época, Boutros Boutros-Gali, como sus sucesores han pedido disculpas al pueblo ruandés por la incapacidad del organismo internacional en aquella crisis.
En materia de justicia y reconciliación, se estableció un TRIBUNAL PENAL INTERNACIONAL PARA LOS CRÍMENES COMETIDOS EN RUANDA y en 2005 las primeras sentencias comenzaron a ver la luz.
16 años después Ruanda sigue viviendo una situación difícil, tanto desde la perspectiva política como económica o en materia de derechos humanos y violencia los datos son preocupantes.
Johanna