Ml viaje a Etiopía surgió sin buscarlo, como a mí me gusta. Escuché hablar por la radio a José María Márquez, todavía desconocido para mí. Me gustaba lo que contaba y cómo lo contaba. Él pertenece a una ONG llamada ÁFRICA DIRECTO, pequeña en números pero, grande en calidad humana y eficacia en sus proyectos. No tardé en contactar con él. Removió Roma con Santiago hasta que recibí noticias desde un hospital etíope, gestionado por misioneros de
El cordial recibimiento lo selló el Padre Jorge con un amable “Bienvenida a casa”. Me gustó. Consciente del poco tiempo que tenía, aquella misma tarde visité los alrededores de la misión y el hospital. El lugar me pareció increíblemente bello y pensé que la miseria rodeada de tanta belleza es más llevadera. Los campos estaban pintados de un verde intenso y los árboles que hasta entonces se habían librado de la terrible deforestación se unían para formar bosques frondosos que escondían ríos, pastorcillos descalzos y mujeres que cortaban y cargaban leña para venderla después.
El hospital estaba dividido en barracones, por áreas. El espacio más grande se reservaba para la pediatría. Lleno, llenísimo, pero bien organizado gracias a los esfuerzos del hermano Juan. También había un barracón para las visitas ambulatorias y otro para los ingresados. Y por fin conocí a los que iban a ser mis pacientes: los leprosos. Tenían su propio barracón, mitad para hombres y mitad para mujeres y sus hijos, que compartían cama los meses que duraba el tratamiento.
Los dos primeros días los gasté leyendo y releyendo los libros que sobre la lepra encontré en la modesta biblioteca de la misión. Iba a ser mi primer contacto con esta enfermedad, de tan mala fama y que tantos incapacitados provoca en todo el mundo. El enfermero encargado de ellos se llamaba Mateo. Se suponía que mi trabajo iba a ser enseñarle estiramientos y ejercicios básicos para que luego él siguiera haciéndolos con los leprosos. Pero, aquello fue misión imposible.
El bueno de Mateos todavía no descubrió la manera de desdoblarse y estar en dos sitios a la vez. Estaba desbordado de trabajo, por lo que en seguida me di cuenta que iba a estar más sola que la una con mis pacientes. El enfermero me presentó a algunos y a partir de allí todo surgió rodado. Nada es forzado, ni difícil. Es curioso pero, me embargó la misma sensación de mis anteriores viajes: todo era extrañamente familiar. Este es para mi uno de los misterios más grandes de la vida.
Te plantas en Etiopía, por ejemplo. A miles de kilómetros de tu casa. La gente es diferente, el idioma no hay quién lo entienda, ni la comida ni el clima ni el paisaje ni nada es a lo que estás habituada y sin embargo no necesitas período de acostumbramiento porque te sientes bien.
Y luego vuelves a tu casa de siempre, con tus amigos de siempre, las calles de siempre... y te sientes rara. Como si todo hubiera cambiado.
Claro, todo está igual fuera, pero, dentro empieza la revolución que pone todo cabeza abajo. Verdades absolutas sobre las que cimentabas tu filosofía de vida se desmoronan y de lo único que no se duda es de que sólo tienes dudas y más dudas. El primer abrazo de un leproso no se olvida fácilmente. Con la facies leonina característica de esta enfermedad, con muñones en vez de dedos, pero, la sonrisa perenne en los labios. Y lo único que se te ocurre hacer es entregarles el alma en cada caricia, en cada beso.
Al cogerles las manos entre las tuyas, al hacerles reír cuando intentas decirles algo en Oromo (su idioma) y te das cuenta que practicarlo durante toda la noche no ha servido de nada porque nadie se ha enterado de lo que has querido decir o al jugar hasta la extenuación con los niños, alguno ya contagiado a pesar de su corta edad. Al terminar la jornada, siempre bajaba a pediatría para despedirme de los niños y sus mamás. Les daba un beso, una caricia y una sonrisa, y les deseaba una noche en paz con todo mi ser, intentando reconfortar su dolor. Volvía a casa, casi a la hora de cenar. Allí nos reuníamos todos, alrededor de la mesa, como una gran familia. Y para terminar el día, una partidita de cartas.
En la cama, recapitulaba y me dormía con la absoluta certeza de estar en el lugar correcto en ese momento. Los misioneros me trataron como a una reina. Siempre atentos. No puedo más que quitarme el sombrero delante de ellos, por su valor, su buen quehacer y su entrega. La vida en Gambo no es fácil.
A
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